Un día, hace unos veinticinco
años, bajo un sol de las nueve de la mañana que ya calentaba como de medio día
tropical, vi a un enajenado sentado al borde de la carretera, empecinado en
limpiar profundamente un pequeño hueco en el asfalto. Era un hombre de unos
cuarenta y cinco a cincuenta años de edad, de figura estilizada, torso desnudo
y piel dorada, tenía su cabello enmarañado y la mirada perdida entre su tarea y
algún infierno rebuscado en lo más profundo de ese orificio. Recuerdo la
velocidad con que trataba de hacer su labor, ese hombre masturbaba imparable e
intensamente esa oquedad, quizás buscando algún cabo de su razón perdida. Fue
fugaz esa visión desde el auto en el yo que viajaba. Hubiera parado a
observarlo y hasta me hubiese sentado a su lado para ver cómo avanzaba y qué
encontraba el pobre en ese pequeñísimo espacio que para él sería del tamaño del
Universo. Puedo recordarlo sentado de espaldas al norte, solo, desconocido e
ignorado por todos, creo también que, ni imaginaba que estaban allí, él, el
hueco y el resto del mundo. ¿Qué sería de él y cuando terminaría su ínfimo
socavón? Siempre he asociado la visión de aquel hombre con la anécdota que nos
han contado sobre Agustín de Hipona y el niño que quería trasvasar el agua del
mar a un pequeño agujero en la arena, historia con la que quisieron durante
siglos, velar y desvelar aquel misterio de las “Tres Personas Distintas y un
solo Dios Verdadero”. “Tres en uno”, como la marca del aceite famoso para
engrasar electrodomésticos. No piense en eso, decían, que lo que es dogma de fe
es eso y nada más. Bendito hombre y esa oquedad tan comprensibles y no lo que
no se pueda digerir.
Ana Lucía Montoya Rendón
febrero 16, 2016
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