En la mayoría de las personas existe una necesidad inherente
de festejar. En la medida que nos
volvemos más y más gregarios, más celebraciones quedan instituidas; la mayoría
de las veces son conmemoraciones patrióticas o sociales que han sido extendidas
por todo el mundo, al punto que, todos los días del año suenan bombos y
platillos para celebrar más de un evento: que por la Vida, por las ánimas, los
niños, por el padre y la madre, por las mascotas, la Paz, por la Amistad y la
Alegría, por el agua, por el cielo, por el infierno, por los ángeles y
demonios… y, todos, desde nuestras ventanas, ondeamos muy aconductados la
bandera o el banderín de turno y... pues... eso no es ni bueno ni malo, sobre
todo, si no llega al punto de meterse en los bolsillos y el presupuesto de cada
uno de nosotros.
Aunque he sido reacia a este tipo de “bullas”, hoy me uniré a
los festejos, recordando con amor algunas costumbres de mi madre.
ABUNDANCIAS O TRUQUITOS DE MI MADRE
1.
Fue paciente y hábil costurera. De arrumes de delantales
desechados, traídos del colegio de las monjas —piezas que desbarataba cuidado—,
diseñaba y luego cosía con miles de puntadas amorosas, alegrías, vestiditos y
piyamas para la inocencia sonrosada de aquellas cinco picardías.
2.
En una olla sin fondo y con unos pocos ajos, cocía potajes.
Sus ollas parecían de caucho blando, no importaba cuántos comensales le
llegaran de improviso, siempre había un puesto listo para cada uno, en su mesa.
El “secreto” de su abundancia se le zafaba algunas veces de manera espontánea
cuando decía muy contenta, — ¡siquiera llegaste a tiempo, aún no he destapado
la olla y puedo echarle más agüita!—. Así, los aromas de los alimentos cocidos
con amor y a fuego lento, se mezclaban con el apetito alegre de todos.
3.
Exprimía limones para preparar el aderezo de las ensaladas,
con las cáscaras despercudía sus manos y codos, además, endurecía sus uñas que
cuidaba con mucho esmero.
Hacía huevos batidos, luego limpiaba de las cáscaras los
restos de claras, las aplicaba en su cara para atezar la piel y la sonrisa.
4.
Cuando ella era muy joven, allá en la finca donde
vivieron por temporadas largas (aquella
casa donde nacimos tantos), a pleno sol lavaba la ropa de la casa pero cubría
la cabeza con un sombrero de ala ancha para cuidar su cara, también protegía lo
terso de sus brazos con camisas de manga larga. Era dulcemente vanidosa. He
oído a algunas de mis primas decir que no sabían cómo, haciendo tantas tareas
en la casa, mantuviera tan hermosas su piel, las manos y las uñas.
Estas son algunos de las
muchas marcas indelebles que nos dejaste, amada maestra.
Ana Lucía Montoya Rendón
febrero 14 , 2016
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