Hace tiempo me esperan el río, sus orillas y un canto
jubiloso de azulejos y gorriones. Desde hace tiempo conocieron ellos las
espaldas de mis sueños y el palpitar desnudo de mi pecho. Hoy está abrasada mi
cintura y tropeles de recuerdos ahogan de gritos mi garganta.
Desde hace muchos amaneceres la neblina de las faldas de la
Cordillera de los Andes cobijó mis embelesos y caprichos. Sí… Hace tanto tiempo
hubo una niña contemplando el fuego y algunas veces, un hombre junto a él,
sentado en un banco bajito, pelando plátanos y yucas mientras hervía el caldo
de carne, perfumado de cebollas y cilantro cimarrón, para cuidar a su
amada y a sus hijos… Mientras la madre
hacía arepas de maíz, la niña jugaba a amasar mil veces un trocito que,
finalmente, ya no sería blanco sino oscuro de tanto tizne y de la mugre de
aquellas manos pequeñitas… ¡hace tanto, tanto tiempo!
Hoy me miro como siempre, fundida con el verde y los trinos,
con el azul y la bruma, con el rocío y el crepitar perfumado de la leña seca, con
las mariposas nocturnas y las velas. Hoy, como tantas otras veces, regresa el
tintineo de las gotas de lluvia sobre el techo de zinc de la elda tibia, donde
las almendras de café perdían su humedad a favor del paladar de tantos —qué
manera dulce de morir de amor—.
Hoy, en estas fracciones de segundos, sé que ese entorno
acarició a la niña, estimuló a la mujer, formó a la madre y las juntó, para
prolongar hasta el infinito, las huellas de la hembra.
Hoy el alma tiene nostalgias de pasto húmedo, de café tostado
y de las manos de la madre peinando los cabellos de la niña, para hacerle
trenzas.
Ana Lucía Montoya Rendón
enero 31, 2016
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