Hoy supe que, hasta la edad de seis años no fui
infectada con festejos comerciales. No conocía de sonadas fiestas como Navidad,
el día del padre o la madre, etc., solo sabía sin saber que de tanta vida,
brillaba el campo y hasta hoy lo tengo en mi retina. No conocía el sabor de la
muerte ni del llanto, no sabía de huérfanos ni de ciudades, sí tenía miedo del
traqueteo de aquel viejo puente de madera sobre el Río Cauca cuando íbamos en
carro a visitar a “mi mamita María Elena”, mi abuela materna; tenía miedo de
pasar caminando los puentecitos de tablas sobre pequeños zanjones, por lo que
siempre lo hacía gateando. Tenía mucho miedo de las sombras que bailaban sobre
las paredes de bahareque de la casa en que nací, por ello me iba a tientas en
la oscuridad a acostarme a los pies, sobre la cama de mis padres, creía no lo
sabían pues jamás me regañaron ni sacaron de allí, tampoco supe a qué hora,
tantas veces, me llevaría mi padre en sus brazos de regreso a mi cama. Sabía
sin saber que había horas para levantarse, para ver ordeñar, para comer, para
jugar con las hojitas crasas que parecían pollitos y gallinitas; sabía sin
saber de la noche y sus murmullos, sabía recordar sin saber que mi memoria era
muy buena y, justo hoy, por ella, por mi memoria, como tantas veces, he
recordado mi primera infección y la reacción que tuve (solo hoy la he bautizado
como debe ser: infección).
Era el primer diciembre después de la muerte de mi
papá. Me habían trasplantado (desarraigado significa arrancado de raíz y, si es
así, vale hablar de “trasplantar”) con mi madre y hermanitos, desde el campo a
la ciudad porque sobre toda nuestra familia pesaba “orden de muerte” (era la
época de la guerra partidista de nuestro país qu parece, jamás acabará). Como
mimo mis primas me llevaron con ellas a hacer algunas compras. Qué bullicio. La
gente iba y venía por las aceras, las vitrinas de los almacenes estaban
colmadas de mercancías pero todo me era indiferente hasta que mi ojo clínico de
niña divisó una muñeca y a su lado un armarito lleno de ropita colgada en
pequeños ganchos… y, ¿para qué fue ver aquello? Ya no quise moverme de esa
vitrina, no podían llevarme de allí, para colmos, no tenían dinero para
satisfacer mi antojo. Enloquecí y las enloquecí. Lloré y pataleé. Mi berrinche
fue apoteósico, alguna de mis primas aún lo recuerda. Finalmente “les llegó el
aguinaldo” cuando lograron convencerme de que el “Niño Dios” esa misma noche,
me traería lo que yo pidiera, así pudieron regresar conmigo a la casa. Al otro
día encontré debajo de mi almohada, un muñeco como un bebé, vestido con ropita
rosa. Yo estaba muy contenta, por eso cuando me preguntaban por el bebé, por
“mi hijito”, les contestaba que tenía que estar acostada porque estaba “en
dieta” que era como mencionaban el tiempo de cuarentena de una mujer parida…
¿cómo sabía aplicar esa frase? porque de muchas cosas ya sabía sin saber.
Aquella infección me dejó un sabor amargo porque desde
esa edad supe que no se le debe pedir nada a ese “cuento navideño”. Crecí
desentendida de regalos. No me hicieron falta. Sé que a mi mamá le encantaba la
navidad por el significado espiritual que para ella tenía. No había dinero pero
ella vivía agradecida y bendecía por todo. Crecí inventando la decoración
navideña con lo que hubiese y sin quejas, así la he preparado hasta el día de
hoy.
Ana Lucía Montoya Rendón
Diciembre 5, 2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Bienvenida aquí, tu huella.