El agua sabe esculpir rocas y,
éstas, saben archivar edades; tanto una como las otras, distinguen las
diferencias de los ecos de las voces de los pueblos, sean de amores, de
lamentos o de risas. Son sensibles al olor del parto y a la tibieza del lecho,
conocen la historia de las bienvenidas y de los adioses; sobre todo y con
seguridad, son augures por el vuelo de las aves y las entrañas de la Tierra,
saben también de lecturas de estrellas y de procesos de rebeldía. Si hablaran,
si se abrieran de par en par y comprendiéramos su lenguaje, a través de ellas
sabríamos que muchos de nosotros, durante edades, hemos hecho el mismo periplo
sobre nuestro propio ombligo o punto cero, sin dejar huellas de valía. Sí,
pareciera que la mayoría no hemos hecho lectura de una sola página de la
historia, por eso el olvido que sufrimos que hace repitamos miles de veces
tantos sucesos funestos de nuestra raza. Ellas (el agua y las rocas), eruditas,
bibliotecas francas, a todos ofrecen su saber, guardado en los pliegues de sus
vientres. Sí que saben y dirán para sus adentros, —bien, humanos, en honor a su
libre albedrío, tómenlo o déjenlo…—, y nosotros, como cabras locas, jalamos
siempre hacia el abismo, actuando tal como dirían los viejos de mi casa, “como
ese perdido que siempre busca el monte”; frase que no es muy alentadora pero
que hasta ahora vemos, en la mayoría de los casos, se cumple.
Ana Lucía Montoya Rendón
febrero 22, 2016