El Pueblo no se cansa de morir, más
parecería como si su "nacer o morir", de verdad, como dice la canción
de Serrat, le fuera "indiferente"; de rodillas o dicho mejor, tendido
besa la tierra que pisan los que en vez de pan le dan garrote y le han
impuesto, sí o sí, sus famosas verdades. De esta forma el Pueblo se ve
convertido en el verdugo de los que no veneran esas huellas e íconos, y manso
las lleva al hombro junto a su hambre, su fusil e ingenuidad cuando se va a
luchar tantas guerras contra sí mismo, porque eso son las guerras, complots que
esos caprichosos dioses de carne y hueso usan para manipular el asomo de
consciencia de los pueblos y todos se ejecuten honrosamente por la silueta de
una parcela nombrada como Patria. Así,
el Pueblo azuzado y muerto como está, va tras sus medallas (espejismos), mata y
come del muerto porque piensa (eso se lo han metido en sus entendederas) que,
hartándose con ese coctel de sudor y sangre, él y su descendencia serán, hasta
el final de los tiempos, los dueños de un cielo (más del embutido… distractor
inventado por sus dioses idolatrados) que cree ya casi agarra con sus manos
muertas.
Pobre Pueblo zombi y zombi también su sueño
de dicha plena. No hay más qué hacer, a ojos cerrados cebémonos con los besitos
que nos dan esos clones de Judas que nos rodean como aves de rapiña; sí, porque
esta muerte nuestra es eterna.
Ana Lucía Montoya Rendón
Abril 2, 2016
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