Nadando en desconciertos, desnudo de ropa y
esperanzas, miraba las yemas de sus dedos para escudriñar en sus huellas
digítales algún residuo de ese mágico mundo que se abría cuando la tocaba,
cuando la inhalaba. Allí quería buscar, allí quería ir para hallar la forma de
devolver el tiempo. Fue en ese instante cuando, ensimismado, sintió el hueco en
su vientre y la reaparición de las náuseas y el vértigo. Desde los muros veía
venírsele encima trozos de su piel. Frente a él una silueta sonriente se le
insinuaba. Restregó sus ojos y volvió a mirar; sí, muy cerca le enjugaba el
sudor de la frente, del pecho, de todo el cuerpo, la inhalaba. Se quedó
profundamente dormido. Despertó de golpe temblando e imparable volvía a esa
manía de inhalarlo todo. El viento entraba a su cuarto y, antes de volver a
salir, reía de su ingenuidad. El cuarto estaba intacto: allí estaba él como
siempre, con su soledad, su desnudez y su hambre. Al lado del envase de lata
vacío, sobre la mesa desnuda, estaban unos pétalos de flores de papel y el
frasco de pegante destapado que había impregnado la habitación. No había flores
ni molinetes de papel para llevar a vender a la feria… solo flotaba por la
habitación el aroma de pegante bóxer.
Ana Lucía Montoya Rendón
feb 6, 2009
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