Hacía muchos días, quizá
meses, dibujaba esa espalda, sin embargo, sobre el papel solo aparecía el
boceto de su parte frontal. Por más que borraba y reiniciaba, reaparecían los
trazos de su fisonomía, especialmente aquella graciosa curva de sus labios que
sentía sobre los suyos, que le herían como burla y como daga; con veneración veía
en ese boceto la erguida altura de sus senos y lo enervaba a punto de éxtasis la
belleza de su bajo vientre y aquel vértice mágico, origen de sus entrepiernas. La
laxitud de sus miembros lo tenía fuera de quicio: por más que le había indicado
cuál era la pose, por más que se tomara el tiempo en acomodarla, esas piernas
esbeltas permanecían estiradas y las manos cruzadas sobre el pecho, como muerta.
Todo era silencio. Tantos meses a solas con ella y no recordaba haber escuchado
alguna vez su voz. Pensó, estoy soñando, es el sopor de este verano infame y gelatinoso
que cada día se densifica más, que, como vaho, opaca mi visión. De nuevo se restregaba
los ojos y volvía a su tarea. Había muchos pliegos de papel arrugados y
arrojados al cesto de la basura o regados por el suelo, como si una vez desechados
hubiese hecho una bola y se entrenara en el juego de la canasta. En el sofá
acaba de despertar la modelo, desnuda y sonriente. Un grito se dejó oír en el
edificio de aparta estudios. Cuando el portero vino, encontró sobre el catre al
maestro desnudo, su piel estaba de color cenizo, de hielo la temperatura de su cuerpo,
tenía la mirada lechosa y perdida, en su boca, dibujada la mueca de una anhelo, su
mano derecha sostenía la barrita de carboncillo sin estrenar y, en la izquierda,
había un manojo de hilos como de tela de araña. En el caballete, sobre papel
periódico, encontraron un precioso dibujo de una espalda de mujer. Hubo muchas
conjeturas sobre la identidad de la modelo porque fueron tantas las que por ese
estudio desfilaron... mas, de ésta, ni siquiera se pudo identificar el perfil
porque tenía la cabeza reclinada sobre uno de sus hombros y la cabellera era nada más que un enredo de niebla.
—Raro que el maestro hubiera muerto hacía tantos días, según decía el informe
del forense, si apenas diez minutos
antes acababa de entrar al edificio y recoger la correspondencia—, no paraba de
repetir el portero casi a punto de llanto.
Ana Lucía Montoya Rendón
Julio 23, 2015
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