Hablo, pero, ¿se nota que hablo? ¿Notarán
que hablo? O solo se inflan los bordes de mi ego cuando a contraluz me observo
y extasío en mí, tal como lo hacen los demás. Todos mirándonos en un mismo
espejo, repitiéndonos en los rostros de los otros porque somos en conjunto una
reserva natural de egos flotando sobre sí mismos, un parque natural que se
multiplica en la óptica de los demás, sin embargo, para fortuna del mundo, quedan
algunos especímenes encuevados que les
importa un cero mayúsculo que se sepa algo de ellos, en cambio esos otros y yo,
somos de los que pagamos por una sola mirada aunque sea nuestra. Sí, somos
capaces de pagar nuestra propia adoración. Es por eso que cuando se infla
nuestro ego creemos que a toda hora nos están mirando y, si somos mujeres, nos
tocamos el escote y rozamos el borde de la falda para comprobar que está en el
largo que induzca los ojos ajenos a ese lugar, alisamos la falda sobre nuestras
caderas para que el volumen de nuestras siluetas se distinga desde lejos,
ponemos la boca en posición de beso y la mirada como que no conoce malicia ni
picardía de lo inocente que es; y qué decir de los hombres, ellos, como al
descuido, de perfil miran su hombría en las vidrieras, pulen sus uñas con
cuidado, acomodan su peinado aunque sea con las manos, limpian cada uno de sus
zapatos aunque sea con la parte trasera de la bota contraria de sus pantalones,
tosen y tosen para escuchar que tan grave es su acento y comprueban la calidad de su aliento arrojándolo
en la coquita de las manos para luego respirarlo; esto solo por detallar un mínimo
de lo que hacemos unas y otros para atraer a los demás. Cuando creemos que la
fachada está lista, hablamos y hablamos, arengamos en mil tonos de todos los temas:
por ejemplo, garantizamos que somos los mejores amantes, los más sensuales, los
eróticos por excelencia, o los políticos más decentes, cuando hablamos, si de
religión, nos mostramos los más virtuosos, si de ciencia somos los
especialistas, si de Arte pues que somos consanguíneos con las musas, si de
sabiduría los más filósofos; somos siempre los más de lo más más. Somos el
vasito de agua fresca del desierto. Nadie como nosotros. Nadie.
Ana Lucía Montoya Rendón
Agosto 10, 2015
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